miércoles, 27 de mayo de 2015

¿Qué queréis que haga por vosotros?

Hay una clase de almas que, a las muchas angustias que las afligen, añaden ésta: ¿Y quién va con estas cosas a Jesús? ¡Son cosas tan chicas, tan raras, tan feas, tan inexplicables, tan, tan...!

A ese vuestro reparo, que más huele a desconfianza de Jesús que a humildad vuestra; el Corazón que palpita en el Sagrario os dice como a los Zebedeos: ¿Qué queréis que haga por vosotros?

Decídselo todo; todo, aun los desatinos, y estad ciertos que su respuesta será la respuesta de la Misericordia que preserva, cura, alegra, ilumina, levanta y transforma, ¡como de Jesús!

(Beato Manuel González)

martes, 19 de mayo de 2015

La oración sacerdotal de Jesús

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «Hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17, 1-26). Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración "sacerdotal" de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su "paso" [pascua] hacia el Padre donde él es "consagrado" enteramente al Padre» (n. 2747).

Esta oración de Jesús es comprensible en su extrema riqueza sobre todo si la colocamos en el trasfondo de la fiesta judía de la expiación, el Yom kippur. Ese día el Sumo Sacerdote realiza la expiación primero por sí mismo, luego por la clase sacerdotal y, finalmente, por toda la comunidad del pueblo. El objetivo es dar de nuevo al pueblo de Israel, después de las transgresiones de un año, la consciencia de la reconciliación con Dios, la consciencia de ser el pueblo elegido, el «pueblo santo» en medio de los demás pueblos. La oración de Jesús, presentada en el capítulo 17 del Evangelio según san Juan, retoma la estructura de esta fiesta. En aquella noche Jesús se dirige al Padre en el momento en el que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, reza por sí mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17, 20).

La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de su propia «elevación» en su «Hora». En realidad es más que una petición y que una declaración de plena disponibilidad a entrar, libre y generosamente, en el designio de Dios Padre que se cumple al ser entregado y en la muerte y resurrección. Esta «Hora» comenzó con la traición de Judas (cf. Jn 13, 31) y culminará en la ascensión de Jesús resucitado al Padre (cf. Jn 20, 17). Jesús comenta la salida de Judas del cenáculo con estas palabras: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). No por casualidad, comienza la oración sacerdotal diciendo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).

La glorificación que Jesús pide para sí mismo, en calidad de Sumo Sacerdote, es el ingreso en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lo conduce a su más plena condición filial: «Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). Esta disponibilidad y esta petición constituyen el primer acto del sacerdocio nuevo de Jesús, que consiste en entregarse totalmente en la cruz, y precisamente en la cruz —el acto supremo de amor— él es glorificado, porque el amor es la gloria verdadera, la gloria divina.

El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que han estado con él. Son aquellos de los cuales Jesús puede decir al Padre: «He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra» (Jn 17, 6). «Manifestar el nombre de Dios a los hombres» es la realización de una presencia nueva del Padre en medio del pueblo, de la humanidad. Este «manifestar» no es sólo una palabra, sino que es una realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre —su presencia con nosotros, el hecho de ser uno de nosotros— se ha hecho una «realidad». Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús Dios entra en la carne humana, se hace cercano de modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús realiza en su Pascua de muerte y resurrección.


En el centro de esta oración de intercesión y de expiación en favor de los discípulos está la petición de consagración. Jesús dice al Padre: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 16-19). Pregunto: En este caso, ¿qué significa «consagrar»? Ante todo es necesario decir que propiamente «consagrado» o «santo» es sólo Dios. Consagrar, por lo tanto, quiere decir transferir una realidad —una persona o cosa— a la propiedad de Dios. Y en esto se presentan dos aspectos complementarios: por un lado, sacar de las cosas comunes, separar, «apartar» del ambiente de la vida personal del hombre para entregarse totalmente a Dios; y, por otro, esta separación, este traslado a la esfera de Dios, tiene el significado de «envío», de misión: precisamente porque al entregarse a Dios, la realidad, la persona consagrada existe «para» los demás, se entrega a los demás. Entregar a Dios quiere decir ya no pertenecerse a sí mismo, sino a todos. Es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios con vistas a una tarea y, precisamente por ello, está completamente a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, entregarse a Dios para estar así en misión para todos. La tarde de la Pascua, el Resucitado, al aparecerse a sus discípulos, les dirá: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21).

El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada hasta el fin de los tiempos. En esta oración Jesús se dirige al Padre para interceder en favor de todos aquellos que serán conducidos a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles y continuada en la historia: «No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17, 20). Jesús ruega por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros. El Catecismo de la Iglesia católica comenta: «Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la "Hora de Jesús" llena los últimos tiempos y los lleva a su consumación» (n. 2749).

La petición central de la oración sacerdotal de Jesús dedicada a sus discípulos de todos los tiempos es la petición de la futura unidad de cuantos creerán en él. Esa unidad no es producto del mundo, sino que proviene exclusivamente de la unidad divina y llega a nosotros del Padre mediante el Hijo y en el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que proviene del cielo, y que tiene su efecto —real y perceptible— en la tierra. Él ruega «para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos, por una parte, es una realidad secreta que está en el corazón de las personas creyentes. Pero, al mismo tiempo esa unidad debe aparecer con toda claridad en la historia, debe aparecer para que el mundo crea; tiene un objetivo muy práctico y concreto, debe aparecer para que todos realmente sean uno. La unidad de los futuros discípulos, al ser unidad con Jesús —a quien el Padre envió al mundo—, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.

«Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se cumple la institución de la Iglesia... Precisamente aquí, en el acto de la última Cena, Jesús crea la Iglesia. Porque, ¿qué es la Iglesia sino la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se ve implicada en la misión de Jesús de salvar el mundo llevándolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia.
La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es solamente palabra: es el acto en que él se "consagra" a sí mismo, es decir, "se sacrifica" por la vida del mundo» (cf. Jesús de Nazaret, II, 123 s).

Jesús ruega para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y custodiada, la Iglesia puede caminar «en el mundo» sin ser «del mundo» (cf. Jn 17, 16) y vivir la misión que le ha sido confiada para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: sacar al «mundo» de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, es decir, sacarlo del pecado, para que vuelva a ser el mundo de Dios.


Queridos hermanos y hermanas, hemos comentado sólo algún elemento de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que os invito a leer y a meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor, para que nos enseñe a rezar. Así pues, también nosotros, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, de forma más plena, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle que nos «consagre» a él, que le pertenezcamos cada vez más, para poder amar cada vez más a los demás, a los cercanos y a los lejanos; pidámosle que seamos siempre capaces de abrir nuestra oración a las dimensiones del mundo, sin limitarla a la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando ante el Señor a nuestro prójimo, comprendiendo la belleza de interceder por los demás; pidámosle el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo —lo hemos invocado con fuerza en esta Semana de oración por la unidad de los cristianos—; pidamos estar siempre dispuestos a responder a quien nos pida razón de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P 3, 15)

Benedicto XVI

lunes, 18 de mayo de 2015

A vosotros os llamo amigos: Punto de ENcuenTRO mayo

Gracias, Señor, por invitarnos a estar contigo. 
Renueva en nosotros el gozo de sabernos amados, escogidos y enviados. Enséñanos a vivir arraigados en Ti.


lunes, 11 de mayo de 2015

A vosotros os llamo amigos. Punto de ENcuenTRO mayo



¿Y por qué amigos?

¡Qué dos regalos tan grandes, tan magníficos, hace el Corazón de Jesús a sus apóstoles! su amistad y el motivo de esa amistad, a saber, el haberles concedido vivir en intimi­dad con Él. Es decir, los llama amigos, porque antes los hizo sus íntimos.

¡Amigos! Y, por consiguiente, iguales a Jesús: que es propio de la amistad suponer o producir la igualdad entre los amigos.

¡Qué palpitación tan pronunciada, tan vehemente del Corazón de Jesús el llamar amigos suyos a aquellos hombres! ¡Cuánto ha tenido que bajar Él y cuánto ha hecho subir a ellos para establecer entre Él y ellos la igualdad de amigos!

¿Y por qué amigos? Porque lo conocen más y mejor que todos los demás. Y porque lo aman tanto, que padecen las mismas penas y pasan por las mismas pruebas que Él.

Por esa intimidad de conocimiento y de amor, son elevados al inapreciable honor de la amistad con Jesús.

Antes que apóstoles suyos y maestros del mundo, los quiere amigos íntimos. Para eso, y sólo para eso los retiene consigo antes de enviarlos a predicar.



¿Me entero bien de que llevo con verdad y con justicia el nombre de amigo de Jesús, en tanto en cuanto lo conozco y lo quiero y lo trato con intimidad? ¿Me persuado de que Apostolado de Jesús sin que le preceda y acompañe trato íntimo de Jesús, es como doctor no docto, como soldado sin valor ni armamento, cuerpo sin alma, como amigo sin amistad?

¡Cuánta luz para confirmar la debida respuesta a esas preguntas, dan  estas palabras que pone san Juan en boca de Jesús en la hora de los últimos encargos de la noche de la Cena! "Vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio".

Subrayo el estáis conmigo, para que resalte la razón y el valor del testimonio que habían de dar de Él.

Ésta es la cadena: apóstoles, en cuanto testigos. Testigos en cuanto amigos. Amigos en cuanto íntimos... Romped o quitad uno de los eslabones, y frustraréis la obra maestra de Jesús, y la acción de su apóstol.

(Beato Manuel González)

viernes, 8 de mayo de 2015

Junto a Ti para los otros

«Ya no siervos, sino amigos». ¿Qué es realmente la amistad? —Ídem velle, ídem nolle— querer y no querer lo mismo, decían los antiguos. La amistad es una comunión en el pensamiento y el deseo. El Señor nos dice lo mismo con gran insistencia: «Conozco a los míos y los míos me conocen» (cf. Jn 10,14). El Pastor llama a los suyos por su nombre (cf. Jn 10,3). Él me conoce por mi nombre. No soy un ser anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me conoce de manera totalmente personal. Y yo, ¿le conozco a Él? La amistad que Él me ofrece sólo puede significar que también yo trate siempre de conocerle mejor; que yo, en la Escritura, en los Sacramentos, en el encuentro de la oración, en la comunión de los Santos, en las personas que se acercan a mí y que Él me envía, me esfuerce siempre en conocerle cada vez más. La amistad no es solamente conocimiento, es sobre todo comunión del deseo. Significa que mi voluntad crece hacia el «sí» de la adhesión a la suya. En efecto, su voluntad no es para mí una voluntad externa y extraña, a la que me doblego más o menos de buena gana. No, en la amistad mi voluntad se une a la suya a medida que va creciendo; su voluntad se convierte en la mía, y justo así llego a ser yo mismo. Además de la comunión de pensamiento y voluntad, el Señor menciona un tercer elemento nuevo: Él da su vida por nosotros (cf. Jn 15,13; 10,15). 

(Foto: Fondo solidario Beato Manuel González)

Señor, ayúdame siempre a conocerte mejor. Ayúdame a estar cada vez más unido a tu voluntad. Ayúdame a vivir mi vida, no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros. Ayúdame a ser cada vez más tu amigo.

(Benedicto XVI)

jueves, 7 de mayo de 2015

Y, ¿cómo se permanece en el amor?

En el pasaje evangélico de san Juan (15, 9-11), «Jesús dice una cosa nueva sobre el amor: no sólo amad, sino permaneced en mi amor». En efecto, «la vocación cristiana es permanecer en el amor de Dios, o sea, respirar y vivir de ese oxígeno, vivir de ese aire».

Pero ¿cómo es este amor de Dios? «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo». Por eso, es «un amor que viene del Padre». Y la «relación de amor entre Él y el Padre» llega a ser una «relación de amor entre Él y nosotros». Así, «nos pide permanecer en ese amor que viene del Padre». Luego, «el apóstol Juan seguirá adelante y nos dirá también cómo debemos dar este amor a los demás» pero lo primero es «permanecer en el amor». 

Y ¿cómo se permanece en el amor? «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor». Y, «es algo bello esto: yo sigo los mandamientos en mi vida». Hermoso hasta el punto que «cuando no permanecemos en el amor son los mandamientos que vienen, solos, por el amor». Y «el amor nos lleva a cumplir los mandamientos, así naturalmente» porque «la raíz del amor florece en los mandamientos» y los mandamientos son el «hilo conductor» que sujeta, en «este amor que llega», la cadena que une al Padre, a Jesús y a nosotros.

(Papa Francisco)

miércoles, 6 de mayo de 2015

Sólo por amor a ti

El viñador trabaja preparando la tierra, trabaja en la planta cultivándola para que crezca, trabaja en el fruto, recogiéndolo, vendimiándolo y guardándolo...; siempre trabaja, pero a medias, con sus instrumentos de labranza, con la tierra, el aire, la humedad, el sol que nutren y desarrollan la planta, maduran y doran el fruto... y después de haber trabajado, espera...

La planta pudo estar enferma o sana, la tierra pudo ser mala o buena, las nubes pudieron mandar lluvia benéfica o deshacerse en granizos destructores, el aire pudo ser brisa refrescante y mecedora o huracán arrasador, el sol pudo asomarse a través de un cielo azul u ocultarse detrás de un cielo plomizo... ¡Tiene tanto que contar con elementos que no dependen del poder de sus manos! ¡Tiene tanto que esperar el pobre labriego!

Alma, ahí tienes a tu Padre celestial.

Sin obligación, sin necesidad ninguna, sólo por amor a ti y para ganarte del modo más glorioso para Él y para ti, se ha hecho viñador, con todas las contingencias de los agricultores de la tierra.

Pudiendo sembrar, cultivar y cosechar sin trabajar, trabaja siempre; pudiendo hacerlo Él solo, liga, condiciona su trabajo y su poder con causas inferiores, con libertad de hombres flacos y tornadizos y con insidias de demonios envidiosos...; pudiendo llegar hasta el fin en un solo instante, se pone a esperar con una paciencia sin prisa que sobrepuja a todas las paciencias de la tierra.



Alma, ése es tu Padre celestial, no ese Juez siempre espiando, ni ese Rey de perpetuo ceño duro, ni ese Señor envuelto en nubes y resplandores inaccesibles; ése es el Padre revelado y enseñado por mi Hijo en su Evangelio...

Medítalo, trátalo así, métele en lo hondo de tu corazón, así, y verás cómo al miedo de Dios por tus miserias, que esteriliza y acobarda, reemplaza el temor filial de Dios que endereza y levanta; al escándalo y a la confusión por los triunfos aparentes de la impiedad sucede la confianza que agradece y marcha tranquila, que a las impaciencias turbadoras ante semillas frustradas, cultivos arrasados y cosechas malogradas, sigue la paz para comenzar cada mañana la labor dejada con tristeza la tarde antes, con la alegría de la mañana del día primero...

Madre Inmaculada, muéstranos al Padre celestial... y esto nos basta.

(Beato Manuel González)