domingo, 28 de agosto de 2016

Mi muy querido don Manuel


El próximo 16 de octubre, su Santidad el Papa Francisco te proclamará santo. 
Me parece estupendamente bien. Te lo tienes ganado a pulso.



Mi muy querido don Manuel:

Me tomo la licencia de apearte el tratamiento y la libertad del tuteo porque te conozco desde ya hace muchos años. Desde siempre -y aunque tú no lo supieras- te he tenido por un viejo amigo, amén de por un original maestro. Comencé a tratarte en mis ya lejanos años de estudiante en el Seminario Diocesano de Vitoria. En las clases de catequética las enseñanzas pedagógicas de tus libros hacían autoridad. Tus escritos nos iniciaban en un estilo nuevo de enseñar el catecismo, hecho de participación activa y atento siempre a las pequeñas peripecias de la vida de cada día. El diálogo vivo, chispeante, agudo, pintoresco y hasta un tanto así de folklórico, arrumbaba los antiguos moldes de las preguntas y respuestas del Astete o del Ripalda.

No estoy nada seguro de que yo, vasco como soy, alcanzara a captar todos los matices, sutiles y finísimos, de tus catequesis andaluzas. Si recuerdo que el aula se llenaba de sonrisas y, a las veces, hasta de sonoras carcajadas por la vivacidad y por el tipismo de tus decires y más aún por la desbordada imaginación con que contabas a tus “chaveítas” de Huelva, primero, o a los muchachotes de El Perchel y de la Playa de San Andrés, ya en Málaga, después, las páginas mejores del Evangelio de Jesús. Me resultaba sorprendente la habilidad con que enlazabas los diálogos de los chavales en el patio de la escuela con las escenas evangélicas y cómo aplicabas el meollo de las parábolas del Maestro a los mínimos aconteceres de la vida diaria de tus chicos.

He de confesarte que ya desde entonces me parecías un tipo fenomenal y un bastante o un mucho fuera de serie, aunque no imitable sin más ni más. Yo no me veía en tu pellejo. Creo que me habría muerto de vergüenza si se me hubiera ocurrido echar mano de tus expresiones o si hubiera tratado de reproducir en mis catequesis los pifostios que tú te montabas en las tuyas para visualizar -valga por caso- los diablillos de las tentaciones y los angelitos que nos llevan a hacer el bien... Había que ser sevillano como tú, me decía a mí mismo, para designar como “el Amo bendito” al Jesús de los Sagrarios o como “el tiznado” al demonio.

Pero esto era, sin duda, lo de menos. Comenzaba a comprender que no podían explicarse sólo por tu sevillismo ni la inmensa libertad de espíritu de que hacías gala en tus libros ni el derroche de gracia y de salero -en el límite del desparpajo- con que comentabas el Evangelio. Porque lo curioso y espectacular del caso era que tanto donaire y tanta pintoresca frescura en tu modo de hablar y de escribir no resultaba impedimento alguno para que toda tu actuación de catequista estuviere transida de una singular unción religiosa. Por debajo de las gracias y de los brillos de tus chistes se adivinaban los impulsos incontenibles de tu celo apostólico y tus ansias infinitas por hacer que el Amor fuera amado, que el Corazón de Jesús reinara en todos los hogares, que la soledad del Sagrario diera paso a la compañía y a la reparación. 

Sí, mi viejo amigo, tu pedagogía catequética era todo un derroche apasionado de amor a Dios, la expresión de un hombre chiflado por el Señor. Se te notaba a mil leguas de distancia que hablabas de lo que vivías y que enseñabas lo que antes había sido tu experiencia más íntima.

Y ellos, los pobres y pequeños sí te comprendieron.

¡Qué delicia de diálogo el que mantuviste con aquel crío que, a tu parecer, por el color y el olor de sus manos y de su cara, no podía ser sino “sargento de colilleros”! 
     Te interpelaba el chaval: “Señó Bispo, ¿cómo vamos? 
     Tú le respondiste: “Bien, hombre, ¿y tú? 
     Y el chaval que te dice: “Pos la má de contento con osté”. 
     Y dirigiéndose a sus amigos que se estaban acercando al diálogo: 
     “Camará ¡y qué Bispo nos ha caío!”

Siempre así. Rodeado de pobres y querido por los pobres. Rodeado de chiquillos y querido a matar por los chiquillos.


(Texto completo en: "Folletos con él"- mayo de 2001)


martes, 9 de agosto de 2016

Escritor Fecundo





Salta a la vista que D. Manuel poseyó una personalidad amplia, rica y completa. Dotado de una inteligencia ágil e intuitiva, y de una sensibilidad delicada, captadora de los más finos matices, que le hicieron ganar a pulso numerosos títulos que lo convierten en un obispo de talla excepcional.
Y no es ciertamente el menor el de Escritor fecundo. Porque desde el 8 de noviembre de 1907, en que funda la revista “El Granito de Arena”, su pluma no se cansó de moverse a lo largo de treinta y dos años, siempre al servicio de Dios y de su Iglesia.

Escribió innumerables obras. Pasan de cinco mil las páginas publicadas por don Manuel en una multitud de libros y folletos. Sin contar los numerosísimos artículos en el “Granito de Arena”, sus Cartas pastorales, su Epistolario y el “Diario de apuntes íntimos”.

Ningún tema, pastoral, espiritual, educativo, catequístico, sacerdotal, eucarístico o mariano le fue ajeno. Se interesó por todo, habló de todo, y escribió de todo cuanto estuvo a su alcance, en el plano preferentemente pastoral y eucarístico, donde brilla con luz propia como astro de primera magnitud.

Y todo esto en medio de una vida densamente llena de iniciativas apostólicas, parroquiales y episcopales. En la que se van incrustando, a impulsos de su celo pastoral, todo un largo rosario de obras escritas aprovechando los pequeños descansos y los fugaces paréntesis.

Agudamente Campos Giles evoca a Santa Teresa cuando estudia “El secreto de su pluma”. Si la mística doctora de Ávila tenía que tomar de nuevo el sendero de sus interrumpidas páginas, excusándose humildemente con aquel gracioso inciso de “perdonen mis hijas que muy mucho me he divertido”, el próximamente santo aprovecha cualquier oportunidad y coyuntura para redactar sus escritos, y es precisamente en la estancia de Gibraltar y Madrid, durante su destierro de Málaga, cuando más rinde su apostólica pluma.

Vida intensísima la de nuestro D. Manuel en oración, en acción, en fundaciones y en escritos. Fecundidad prodigiosa la suya, al servicio de Dios, de la Iglesia, de la Eucaristía, de las almas. La clave de este ritmo desbordante y desbordado hay que buscarla en su interioridad cristocéntrica: “Como el discípulo predilecto, tuvo la santa osadía de pasarse la vida reclinado sobre el pecho del Amado. E iba contando, una a una, en la hora silenciosa del Amor, las palpitaciones del Corazón de Cristo”.

La Eucaristía y el Evangelio fueron sus principales y perennes fuentes de inspiración. Fue ante todo un apóstol de la Eucaristía y un buscador de fórmulas geniales para “eucaristizar” a las almas, como él solía decir.
Basta ojear cualquier escrito de don Manuel para apreciar al instante las sencillas coordenadas de toda su espiritualidad, centrada en el Evangelio y en la Eucaristía asimilada.

Notas estilísticas

Pocos autores poseen una impronta más definitoria y un estilo más personal que don Manuel González. Se han señalado cuatro notas características que lo hacen inimitable y único: transparencia, originalidad, humor y unción.


Tan hondo impacto produjeron sus obras por razón de su fondo y de su forma, que Ricardo León llegó a comentar entusiasmado: “¡Cuánto envidio su estilo! ¡Qué no daría yo por tener esa sencillez inimitable con que escribe!” El gran pedagogo don Andrés Manjón comentaba así la recién aparecida revista “El Granito de Arena”, donde palpitaba la pletórica personalidad de su director: “Está escrita en cristiano y en andaluz, con mucha gracia y mucha claridad y sustancia”.

martes, 2 de agosto de 2016

Hizo camino


Breve síntesis biográfica.


Manuel González García, obispo de Málaga y de Palencia, fue una figura significativa y relevante de la Iglesia española durante la primera mitad del siglo XX.
Nace el 25 de febrero de 1877 en Sevilla, ciudad de la gracia y de la luz. Hijo de familia humilde y profundamente religiosa, pasa allí los primeros años de su vida, en los que van quedando marcadas con huella firme la gracia de la tierra, que le hará sonreír durante toda su vida, aún en medio del dolor más amargo, y la gracia del cielo.
En octubre de 1889 entra en el Seminario de Sevilla y, tras los años de formación, recibe la ordenación sacerdotal el 21 de septiembre de 1901. Sus amores predilectos eran la Eucaristía y la Virgen. Su característica, la alegría.
Hay una experiencia clave en los inicios de su vida sacerdotal que marcará para siempre su ministerio: el 2 de febrero de 1902 es enviado a predicar una misión a Palomares del Río (Sevilla), allí Dios le marcó con la gracia que polarizó toda su vida. Ante el Sagrario de ese pueblo vivió una experiencia singular, que fue el camino hacia la comprensión de una realidad nueva: el abandono de la Eucaristía y sus consecuencias. Desde aquel momento su sacerdocio y su vida entera estarán centrados en la Eucaristía abandonada. Ésta era su obsesión, y hace de ella eje y quicio de toda su actividad y entrega.
Las primicias pastorales en Sevilla las vivió como capellán del Asilo de las Hermanitas de los Pobres. En 1905 fue nombrado cura ecónomo de la parroquia de San Pedro de Huelva, y a los pocos meses arcipreste de esa ciudad, donde se encontró con una situación de notable indiferencia religiosa, pero su amor e ingenio abrieron caminos para reavivar pacientemente la vida cristiana, desplegando un múltiple y variado apostolado, especialmente en favor de los más abandonados: niños, obreros, etc.
La llama que prendió ante el Sagrario de Palomares del Río sigue viva y el 4 de marzo de 1910 comparte su experiencia carismática con un grupo de colaboradoras en su actividad apostólica y funda la Obra de las Marías de los Sagrarios. . Éste fue su llamamiento “Yo os pido amor para Jesús Eucaristía, un poco de calor y respuesta para esos Sagrarios tan abandonados”. La acogida de este movimiento eclesial fue inmediata y se extendió rápidamente. Don Manuel abrió camino, sucesivamente, a las distintas ramas que hoy conforman la Familia Eucarística Reparadora: laicos (adultos-1910, jóvenes-1940), niños-1934), sacerdotes (1918), congregación religiosa (1921) y consagradas laicas (1933).
Don Manuel penetró en el misterio del abandono de la Eucaristía, así como en sus consecuencias, y consagró toda su vida a luchar contra ese mal a través de una acción esencialmente eucarística. Sintetiza su experiencia y la misión que de ella brota en un nuevo vocablo: Eucaristizar. Que define como: «Acercar a todos a la Eucaristía y meterlos dentro del Corazón de Jesús que allí palpita por ellos, para que vivan la vida que de Él brota».
Apóstol incansable de lo social, fundador de muchas obras apostólicas y sociales, quiso definirse a sí mismo como el Obispo de los dos grandes abandonados: el Sagrario y el pueblo.
Destacó su constante preocupación por los niños, a ellos dedicó todo el cariño de su vida eucaristizada: “con los niños le hemos visto reír y llorar, rezar y jugar muchas veces en los porches de sus parroquias a los pilares, a las prendas…. Pero Manuel, ¡es inútil querer enseñar a esos niños tan pequeños! le decía un buen sacerdote al ver aquellos muñequillos lamer el plato de comida que le daba su “Pae Vicario” y preparándose para recibir su otra buena ración de catecismo. Pero poco a poco ellos iban aprendiendo a querer al Jesús del Sagrario que D. Manuel les decía.
En 1916 es nombrado Obispo de Málaga. Aquí se dedicó de modo especial a la formación de los sacerdotes. Para ellos emprendió la construcción de un nuevo seminario que reuniese las condiciones para una buena formación. Así lo diseñó: «Hay que hacer un seminario en el que la Eucaristía sea e influya lo más que pueda ser e influir. Esto es: Un seminario sustancialmente eucarístico.
En 1931, tras el incendio del palacio episcopal, se traslada a Gibraltar para no poner en peligro la vida de quienes lo acogen. Y posteriormente, en 1932 a Madrid, desde donde rige su diócesis malagueña hasta que en 1935 es nombrado Obispo de Palencia, allí entregó los últimos años de su ministerio episcopal.
Su vida fue para los demás generadora de vida; alimentó la fidelidad a su vocación en las fuentes de la Eucaristía y esta fidelidad se expresó en la existencia de cada día. Así lo expresó: «Para mis pasos yo no quiero más que un camino, el que lleva al Sagrario, y yo sé que andando por ese camino encontraré hambrientos de muchas clases y los hartaré de todo pan; descubriré niños pobres y pobres niños, y me sobrará el dinero y los auxilios para llevarles escuelas y refugios para remediarles su pobrezas; tropezaré con tristes sin consuelo, con ciegos, con tullidos y hasta con muertos del alma o del cuerpo, y haré descender sobre ellos la alegría de la vida y de la salud».
También hay que destacar, durante todos los años de su actividad pastoral, la profusión de sus escritos. Con estilo ágil, a la vez que profundo y pastoral, transmitió el amor a la Eucaristía, introdujo en la oración, formó catequistas, guió a los sacerdotes. Entre sus libros destacan: El abandono de los Sagrarios Acompañados, Oremos en el Sagrario como se oraba en el Evangelio, Lo que puede un cura hoy, El Rosario sacerdotal, Un sueño pastoral, Así ama Él, Jesús callado, Artes para ser apóstol, La gracia en la educación, Cartilla del catequista cabal, Arte y Liturgia, etc.
Además, fue un gran exponente de la prensa católica de principios del siglo XX con la creación de las revistas El Granito de Arena, para adultos, y RIE, para niños, que se siguen publicando en la actualidad.
Murió el 4 de enero de 1940. Su sepulcro a los pies del Sagrario de la catedral de Palencia, tal como había vivido. El epitafio escrito por él mismo es el lema, el programa y síntesis de toda su vida gastada al servicio de la Eucaristía: “Pido ser enterrado junto a un Sagrario, para que mis huesos, después de muerto, como mi lengua y mi pluma en vida, están siempre diciendo a los que pasen: ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No dejadlo abandonado!
Fue beatificado por el Papa Juan Pablo II en Roma, el 29 de abril de 2001. En esa ocasión lo definió como «Modelo de fe eucarística».